jueves, 26 de marzo de 2009

Chaquetas mentales *

Seguí caminando, esta vez con más prisa. El sonido de la música proveniente de la boca entreabierta de la catedral hizo que me doliera la cabeza. Suficiente tenía ya con la propia, con la música que exhalaba mi torrente sanguíneo la que jugaba con mis jugos gástricos y que con cualquier sobresalto peleaba por salirse del refugio de mi cuerpo. No, era muy vergonzozo para dejar que sucediera otra vez.
La cabeza: con contracciones más fuertes de acuerdo a la cercanía del edificio.
Y entonces mis piernas se doblegaron a la voluntad que ya no era mía; luego mis brazos, mi gesto... caminamos hacia la fuente del sonido ajeno. Eso fue lo último que recuerdo.
Cuando desperté, la puerta de madera (qué diferente se veía desde adentro) vomitaba más personas de las que parecían estar adentro.

lunes, 16 de marzo de 2009

Ahora le tengo miedo a los niños

Como si no fuera suficiente tenerle miedo a los alienígenas que planean destruir la raza humana, a los zombies hambrientos y a ser una adulta que no aprovechó su juventud, ahora gracias a uno de mis amiguitos le tengo miedo a los niños. Aquí va la anécdota.

Resulta que ayer estuvimos platicando sobre videojuegos, y el que se ganó el protagonismo de la charla fue uno llamado Bioshock, el cual -para no variar- no conocía; el muchacho se dio vuelo describiéndome los ambientes y la historia del juego, mientras yo le explicaba que mis traumas me impiden jugar este tipo de cosas (se llama exceso de credibilidad, siempre termino perdiéndome en esas realidades, lo cual me resulta buenísimo a la hora de leer, pero una verdadera molestia cuando estoy viendo televisión o alguna otra actividad por el estilo: me pierdo), termino con las manos frías y ganas locas de correr. En fin, por alguna razón extraña del destino -cof, nenez! cof- esta plática, con todas las imágenes mentales que me hizo, se mezcló con las películas extravagantes que hago de mis sueños y sin quererlo así, pronto llegué a una especie de casona, con algunos amigos, y un puñado de gente no viva. Creo que vi muchas de estos churros en mi adolescencia. Snif.

Lo impactante de la charla no fueron los robots asesinos, ni la ciudad submarina convertida en una comunidad zombie, no no... el escalofrío vino con las niñas. Bueno, es que eran zombies. Ejem, captan? NIÑAS ZOMBIES.



He aquí una muestra de las enanas del juego... miedito, no?

Me acuerdo que una se me acercó, me tocó con su manita fría -brrrr- y no se me despegó en todo el maldito sueño. Me preguntaba cosas, jugaba conmigo (porque yo con ella no) y nunca quitó la sonrisita de su cara. Extrañamente nosotroslosvivos no podíamos demostrar miedo, o nos comían. No, eso último es mentira, no recuerdo por qué, pero estaba penado. Y yo no dejaba de comerme las uñas estando a solas. Cinco horas de mi noche las pasé con esta sensación incómoda de aguantarme el miedo, de tenerlo comprimido en el estómago.

El clímax llegó cuando la EnanaZombie me pidió que la cargara -brrrr... la carita- le dije "no me pagan para esto" y salí corriendo de mi pesadilla. Desperté y me volví a dormir. Aunque escapé de la niña ésta, no caí muy lejos, el siguiente sueño tomó forma en una calle cercana a la casa del episodio anterior.

No tengo que explicar la paranoia que sentí todo el día de hoy.

No, no tengo que decir cuán nena soy.

D'ouh!

martes, 3 de marzo de 2009

¿Quién soy yo cuando escribo?

No lo sé, en ocasiones ni siquiera sé quién soy cuando hablo. Y eso que hablar es más espontáneo que escribir.

A veces cuando mis ideas me clavan sus aguijones, todas al mismo tiempo, me encierro en el baño a hablar; no obstante, no hablo conmigo, sino con alguien más. Dice Puig que todas las personas cuando están solas parecen locas, y tiene razón, no imagino cómo me veré hablando francés encerrada en el baño. En cerrada.

Sé que al menos hay otras cuatro Yo en el mundo: una por cada continente; unidas por un hilo invisible que une nuestras cabezas por la coronilla, el cénit de mi –nuestro- cuerpo, sé que cuando las ideas pican como aguijones que hinchan el cerebro ellas, las otras, vienen a mí, mientras yo, concentrada en la mirada de la chica que tengo frente al espejo les desmenuzo, aguijón por aguijón, veneno por veneno, y ellas me acarician el cabello y la frente, me toman de las manos y me besan los ojos –por eso tampoco puedo reconocerlos- y yo hablo. Tanto que ni ellas me entienden, aunque pensar esto es una tontería, porque todas ellas soy yo, que me visito desde lugares impensables, con climas y colores de ojos diferentes, pero todas y yo la misma.

Es una reintegración; no, es una revelación; no, más bien es una posesión.

Y yo y todas terminamos repletas de fertilidad, de veneno convertido en tinta, de ganas de crear, parturientas, sudorosas y con las manos frías de dolencias, de la blancura del papel.

Que quién soy yo cuando escribo. Ni siquiera sé cuántas soy cuando hablo.