domingo, 10 de octubre de 2010

Porque a nosotros nos enseñaron a querer de lejitos

Y si alguien extralimitaba el tiempo que nuestra paciencia podía ofrecer, entonces se convertía en el objetivo de nuestro disgusto, el hartazgo de nuestras vidas se enfocaba en ese ente de carne que nos robaba el espacio personal. El "intruso", que antes fuera "amigo", devenía el agua tibia que se toma en ayunas, y que te hace querer vomitar.

No obstante, no todo estaba perdido, siempre había una solución: la distancia; entre mayor fuera ésta, el "intruso" recuperaba sus cualidades de "amigo", y entonces volvía a nuestros estándares más altos de lo que un ser humano debía ser. Y eso era como una rueda de la fortuna, un ciclo eterno.

Así nos criaron también a nosotros.

Lo que ellos no sabían es que nos estaban enseñando a querer a las ausencias, no a las personas.

Pero, tampoco fue su culpa, a ellos les dijeron lo mismo, los hicieron seguir los mismos patrones, han repetido el procedimiento de actuación al punto de perpetuarlo y enfatizarlo con cada nueva generación.

A menudo pienso en cómo librarme de la maldición, en qué parte de mi engranaje mental debo girar para que, simplemente, un día deje de pensar así; a pesar de saber que cuando lo logre, les estaré dando la espalda permanentemente, tanto a uno de sus rasgos más característicos, como a los míos, a los que me inculcaron este enamoramiento por las ausencias.

Pero ya me les habré ido, para entonces.