En mi familia se tiene la creencia -una de esas tantas leyendas urbanas- de que de la manera en la que inicias el año es determinante para el transcurso de éste, o sea, si empiezas bien, todo el año va a ser bueno... bla bla. Y aunque bien sé que es una mera invención de alguien a quien probablemente le gustó tanto la fiesta del 31 dic/1° ene que quería pasársela así los 364 días restantes, de alguna manera, en mi inconsciente a veces me repito esta medio-absurda-tradición esperando que sea cierta, o renegándome por completo a la resignación de continuar los próximos doce meses de mi vida de esa forma.
Este año, mi cabecita pensó que sería bueno que los días por venir fueran como ése último/primer día.
Citando a mi querido maestro Marito -mi amor- todo tipo de relato tiene dos planos: la historia que se narra en primer plano y la que se cuenta por debajo de la superficie. De la misma manera, la vida. Uno se la vive en el primer estrato, maldiciendo los tropiezos, los obstáculos, etc. o simplemente adaptándose a ellos; todo esto, en dicho nivel primario. Sin embargo, pocas veces se tiene la... (¿qué será? ¿prudencia? ¿suerte? ¿un momento de relax? ¿paz espiritual? ¿momento de meditación? ¿filosofía barata?) ...lo que sea que se requiera para poder bajar (¿o subir?) a ese plano en el que ves las cosas a perspectiva y simplemente te das cuenta de que lo que vives es la consecuencia de nada más que el simple hecho de vivir. Porque respirar tiene su costo: es como si toda la serie de vivencias -buenas y malas... especialmente éstas, porque son de las que más se reniega- vinieran en letra chiquita en el contrato.
Bueh, como sea; este año aprendí que por más feo que se vea el asunto, siempre hay alguna esperancita de que todo mejore. Sí, ya sé que suena a consejo de mamá, pero pues así es la cosa, qué le puedo hacer.
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