lunes, 19 de septiembre de 2011

Casi cien años de Soledad

Mi abuela se llama Soledad Reyes, tiene 96 años y es hija de un auténtico cacique, el abuelo José. Vivió a los cristeros, a Lázaro Cárdenas; para el alunizaje ya era una mujer madura, y ya era mi abuela cuando cayó el muro de Berlín.

Casi no habla, es más una mujer de miradas. Tiene ese gesto sereno de águila en pleno vuelo que la llena de misticismo, de elegancia, de vejez… Ella me enseñó a tomar café, a no mirar dentro de las casas cuando caminaba por la calle, a detestar los rumores, las peleas.

Pocas veces me ha dicho miamor -a diferencia de mis tías- y pocas veces me ha acariciado; pero sus ojos siempre me saben decir todo lo que necesito saber.

Mi abuela ya casi no ve. Pero todavía corre detrás de sus bisnietos.

Tampoco tiene dientes. Pero su memoria no deja pasar el más nimio de los detalles.

Mi abuela, la que me heredó su nariz, sus lunares, su hastío. La que me protegía –incluso de lo invisible, con ramitas de ruda y buenos consejos.

De su boca escuché por primera vez en mi vida el latín. De su vida entendí lo que era el simbolismo.

Extraño las mañanas en su casa, cuando el ruido de su cuchillo cortando la comida de los pájaros y el olor del café despertaban a una miniatura de melena negra y fresca –yo.

Extraño todo de ti, abuela.





¿Cuándo te voy a volver a ver?

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